Hermano querido:
Te quiero regular el mejor de los libros mi querido amigo y cómo no puedo hacerlo por el momento, te regalo uno de los más admirables capítulos, aquel que conmovió mi corazón, desde ahí no dejo de mirar la estrella, y desde entonces siempre camino en pos de ella, sea que esté o desaparezca. Con la mirada en alto, la mejor hidalguía para Dios, nuestro Rey que reina en la Cruz y coronado de espinas, nos anima a ser también crucificados con él. El corazón apasionado de Jesús sea siempre tu guía y su Madre Santísima te acompañe en el camino de la vía. Recuérdalo siempre, aquella que nuestro Rey te ha dado!.
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“Ermengarda conseguía, generalmente, lo que quería en el Castillo de Troyes. Por eso tres semanas después, cuando las primeras nieves del año 1033 comenzaban a caer, Teodorico llevó a Roberto a su gabinete. Durante unos minutos, los dos hombres permanecieron silenciosos, uno al lado de otro, frente a la ventana, observando la suave caída de los copos.
Finalmente, Teodorico se volvió y, colocando la mano en el hombro de su hijo, le dijo con dulzura: —Hijo mío, tu madre me ha convencido y, tú, también. Por último, me doy por vencido. Puedes ir a Saint Pierre y puedes ir este año. —Roberto trató de interrumpirle—. Pero, hijo mío —continuó el padre, con diferente tono—. ¡Si vas, quédate! ¡Si vas a ser monje, sé un verdadero monje! Sé firme. Sé sincero. Inspira siempre confianza. ¡Dices que quieres ser caballero de Dios; entonces sélo!
Puso su otra mano en el hombro de Roberto y lo hizo girar para mirarlo de frente. —Hijo mío, considera tu entrada en la vida religiosa como si desenvainaras tu espada por la causa de Dios. —Hubo una pausa. Luego, con más solemnidad y fiereza—: Roberto de Troyes, hijo de mi corazón, yo te ordeno: ¡Nunca envaines esta espada! ¿Oyes? ¡Nunca envaines esta espada! —Y Teodorico subrayó cada palabra con un fuerte sacudón en los hombros de su hijo. Después de echarle una profunda y ardiente mirada, preguntó con más calma—: ¿Entiendes, muchacho?
—Entiendo, señor —respondió Roberto asombrado de lo difícil que le resultaba hablar.
Teodorico, entonces, apartó las manos de los hombros del joven y fué hasta la ventana. Dio vuelta el rostro y, con sus ojos fijos en los copos que caían sin cesar, dijo: —En estos momentos, la Iglesia necesita combatientes, hijo. Los necesita mucho. Tal como me lo recordaste la otra noche, ha habido, no hace mucho, una elección en Roma. .. Tenemos ahora un nuevo Papa… su nombre es Benedicto IX… ¡Pero antes era Theophylactus! —El gigantesco señor giró sobre sus talones—. ¡Piensa en eso! ¡Un niño de doce años en la Silla de San Pedro! La Iglesia de Dios necesita santos para equilibrar esta monstruosidad. ¿Me oyes bien, hijo? ¡Santos! Has deseado ardientemente alistarte en lo que llamas la alta caballería. Bien: ¡Arde! Pero no seas un fuego de pajas. Arde con vigor, tan vigorosamente como las estrellas y como el sol. ¡Continúa ardiendo hasta que te quemes! Si estás dispuesto a entregarte a Dios, entrégate por entero o no le entregues nada. Sé un Santo.
Entonces, tomando al muchacho por el brazo, lo acercó a la chimenea. —¡Mira! —dijo— y abrió la campana. La corriente de aire que penetró, levantó las llamas hasta la boca misma de la chimenea. —¿No ves, hijo mío? ¡Mira la furia salvaje y el vuelo de estas llamas! —Roberto asintió—. ¡Observa ahora! —Teodorico cerró a medias el escape y, muy pronto, las llamas perdieron su vigor y los leños ardieron con tranquila intensidad—. ¿Ves el efecto del control, hijo mío? Algunos llaman a esto tapar el fuego. Lo que quiero que recuerdes es que los fuegos tapados con ceniza, arden por más tiempo y dan más calor. Tienes un gran fuego en tu carácter, muchacho. A veces, te vuelves violento, como el fuego cuando se abre el escape de la estufa. Eso significa falta de control. Quiere decir que tus llamas llegan hasta lamer la campana, sin beneficio para nadie. ¡Quiero decir, también, que tu fuego arderá rápidamente y se consumirá! Aprende a taparlo, hijo mío, para continuar ardiendo. —Luego apoyando tiernamente las manos en los hombros de Roberto, exclamó—: Hijo, arde para Dios. Necesita algún calor para derretir el hielo que debe rodear su corazón, al ver lo que ciertos hombres están haciendo con su Iglesia.
Al son de esta música marcial y de esta ardiente súplica, Roberto partió para su noviciado. Y el aire marcial no cesó de rodearlo, aun después de su llegada a Saint Pierre. Porque el Abad Bernardo vio algo más que ávida juventud en los ojos del niño de quince años que le pedía su admisión. Vio espirituales fuegos de hidalguía y, secretamente, resolvió que, con la ayuda de Dios, los atizaría hasta convertirlos en brillante hoguera.
Lo condujo al noviciado con una sonrisa y le dijo: —Este será tu campo de combate. No dejes que te desmonten—. El muchacho devolvió la sonrisa, algo intimidado y hasta ruborizado, pero interiormente, se dijo—: No seré desmontado sin lucha—. Al separarse, del Abad, encontró doce pares de ojos fijos en él. Comprendió instintivamente que ésos serían sus compañeros de noviciado y se sintió cortado e incómodo hasta que uno de los mayores del grupo se adelantó, diciendo: —Me llamo Maurus—. Al mirar esos ojos sonrientes, Roberto comprendió que había encontrado un amigo. El Abad se retiró y el joven experimentó la primera sensación de su vida religiosa. Fué la de soledad.
El sueño tardó en llegar esa noche para el muchacho, a pesar de los acontecimientos del día. Inmóvil en su cama, contemplando sus movedizas sombras que, en las vigas del techo, producía la luz vacilante de la lámpara, Roberto se preguntaba si todos, al entrar en el noviciado, sentirían el pavor que él había experimentado ese día. No había estado amedrentado, se decía, pero se había sentido y se sentía aún, lleno de timidez. Dándose vuelta en el lecho, recordó súbitamente que su padre había dicho alguna vez que todo guerrero experimentaba una sensación de tirantez un momento antes de lanzarse a la lucha. Este recuerdo le consoló. Lo hizo sentirse mayor y le ayudó a recuperar la calma. Miró, a través del dormitorio, el lugar donde dormía Maurus y recordó la sonrisa que el mayor de los novicios le dedicara al entrar. Tal vez, no se sintiera tan solitario, pensó, al reclinarse finalmente sobre la almohada y cerrar los ojos.
Durante la semana siguiente, Roberto no tuvo tiempo de sentirse solo. Se levantaba mucho antes de que se retiraran las estrellas, y estaba continuamente ocupado hasta largo rato después que las mismas volvieran a prestar su luz argentina al záfiro de la noche. De la iglesia al scriptorium[1], de la sala del capítulo nuevamente al templo, el muchacho se veía envuelto en una sucesión de tareas que lo hacía maravillarse de cómo había desperdiciado días enteros en su casa.
De no ser por Maurus, Roberto se hubiera sentido perdido. El mayor de los novicios se acercó a él una mañana y le susurró: — Ponte más cómodo en la silla y montarás mejor—. Y cuando Roberto le miró, con el rostro iluminado por una sonrisa de agradecimiento, Maurus continuó—: No es un caballo rebelde ni un corcel de batalla el que cabalgas, Frater. Es solamente un viejo y bondadoso rocín. Déjate llevar por él y gozarás del paseo.
Roberto se rió. Entendía muy bien a su compañero. Para enseñarle a montar, años atrás, ¡su padre había empleado idéntico lenguaje. A medida que pasaban los días, Roberto iba encariñándose cada vez más con ese novicio mayor que él, irónico, alegre e inteligente. No tardó mucho en cimentarse una amistad que admitía tanto controversias como chanzas, y esas amigables discusiones mantuvieron a ambos novicios dentro de una seriedad que nunca se volvió demasiado severa.
Apenas Roberto había conseguido librarse de la sensación de ser un extraño, y comenzaba a estudiar con más atención el ambiente que le rodeaba, cuando el Abad lo mandó llamar. Su pulso empezó a latir apresuradamente, más el bondadoso Bernardo logró que el novicio se sintiera cómodo a los dos minutos de conversación. Con ansiedad se inclinó el muchacho para oír de labios de su Abad el mejor modo de buscar a Dios. Entraba, por supuesto, en un mundo enteramente nuevo y ponía toda su atención para entender bien las palabras del Abad. Bernardo se dio cuenta de ello y se sonrió. Los novicios siempre se mostraban atentos, pero él creyó notar algo más profundo en este muchacho. A fin de darle algo más tangible, más familiar, le dijo finalmente: —Hijo, toma la Regla como tu espada, tu escudo y tu armadura—. El rostro de Roberto se iluminó. Esos términos eran claros para él—. Eso será ella para ti, muchacho, si tú vives para ella. Créeme si te digo que no es sólo una coraza de defensa, sino también, una espada para el ataque. Vive tu Regla, hijo, y no sólo vivirás seguro, sino que lo harás piadosamente. Serás un caballero de Dios.
Tales conceptos hicieron vibrar el alma de Roberto, quien marchó a través del monasterio con la cabeza bien erguida. Maurus notó el cambio y nada dijo por unos días.
Luego, una tarde, cuando paseaban por el jardín le dijo: —¿Has oído hablar alguna vez del “DUODÉCIMO GRADO DE HUMILDAD”?
—¿El duodécimo? —rió Roberto—, no sabía ni que hubiera diez.
—Ya lo imaginaba—, contestó Maurus con un gesto de sabiduría—. ¿Hasta dónde has leído la Regla?
—Bastante —respondió Roberto —.He encontrado la única palabra que me hacía falta. Está en el Prólogo. San Benito dice que debemos ser soldados de Cristo. Eso es todo lo que necesito saber. Militaturus es mi regla.
—¡Hum! —exclamó Maurus con una guiñada—. Eso explica muchas cosas. Has andado estos días con la cabeza erguida, cómo un caballo de batalla presintiendo la pelea. San Benito escribió setenta y dos capítulos después de ese Prólogo; y su Duodécimo Grado de Humildad dice que debemos mantener nuestras cabezas inclinadas y nuestros ojos hacia el suelo…
—¿Cómo?… ¿Siempre? —El tono de Roberto denotaba incredulidad.
—Siempre —contestó Maurus con una sonrisa.
—¡Uf! —gruñó Roberto. El concepto no lo atraía. —¡Estoy empezando a creer que prefiero San Pablo a San Benito! —dijo lentamente—. Él era un luchador. Justamente esta mañana, tuve que transcribir un pasaje en el cual habla del casco, la coraza, la espada y el escudo. Me gusta ese lenguaje. Era un guerrero de Dios y yo también quiero serlo. Mi padre…
—Tu padre no es tu abad —interrumpió Maurus riendo.
—Ya lo sé; pero el abad me ha dicho lo mismo que mi padre. Me ha dicho: Sé un caballero.
—Muy bien. Sé un caballero, si quieres; mas recuerda que San Benito quiere caballeros humildes. Si no me crees, pregunta al Padre Preceptor.
Roberto siguió ese consejo seriamente, y se dirigió al Preceptor de los Novicios. El Padre Guillermo simpatizaba con el muchacho, pero pensaba que tenía demasiada confianza en sí mismo dada su corta edad. No podía conciliar la madura mente y la actitud serena del joven, con sus años. Creía que Roberto simulaba, y se había propuesto despojarlo de su amor propio antes de que terminara el año. Por supuesto, no podía saber todo lo que el muchacho había visto durante esos años de hambre, así como tampoco podía apreciar aún la hábil influencia que había ejercido Ermengarda al moldear ese carácter. De manera que Roberto recibió una muy clara, pero brevísima respuesta a su pregunta. Se le dijo que Jesucristo había sido un caballero —el más noble de todos los caballeros—, pero que, al mismo tiempo, fué manso y humilde. Las palabras finales del Preceptor fueron: —Los monjes deben seguir su ejemplo.
Roberto meditó sobre esa respuesta en la iglesia, en el trabajo, en el capítulo y hasta en el lecho. Comprendía los términos con bastante claridad, mas noalcanzaba a comprender el aguijón que esas palabras dejaron en su corazón. No le dolía lo que el Padre Guillermo le había dicho, sino el modo que había empleado. Roberto se sentía como si lo hubiesen acusado de un crimen vergonzoso. Y, a pesar de saberse inocente, se consideraba humillado. Era la primera vez que el joven debía afrontar una penetrante y sutil humillación. Y ello le dolió.
Dos días después, seguía cavilando sobre ese problema, cuando Maurus se le acercó, sonriente como de costumbre. Roberto atajó la frase chistosa que estaba por salir de labios de su amigo con una pregunta: —Maurus ¿puede un hombre significar más de lo que dice, o decir menos de lo que quiere significar y pretender, al mismo tiempo, que se le entienda?
—Has estado hablando con el Padre Preceptor, —exclamó Maurus con una amplia sonrisa—. Y estás hablando del Padre Preceptor. El siempre significa más de lo que dice, y quiere que uno entienda, no sólo lo que dice, sino también lo que quiere significar. ¿Qué te pasa?
—Eso justamente —contestó Roberto con seriedad— Sé lo que dijo, pero no sé lo que quiso decir.
—Bien. Pues hay un solo modo de averiguarlo— dijo Maurus categóricamente, mirando a su joven amigo con intención.
Roberto comprendió esa mirada, de modo que, antes de la caída de la tarde, el Padre Guillermo fue abordado por un joven novicio nervioso y muy grave. Ese día, Roberto habló muy claramente y se le contestó de idéntica manera; pues el Padre Guillermo tuvo que admirar la hombría que había provocado esa Valiente actitud. El resultado fue que Roberto oyó mucho sobre orgullo y sobre humildad. En realidad, oyó más de lo que podía captar; una sola cosa no pudo dejar de comprender: y es que él era orgulloso y que debía aprender a ser humilde. El muchacho estaba atónito ante el cargo que se le había hecho, pero lo aceptó con una humildad tal que dejó al Padre Guillermo en la duda de que había cometido un error.
Pero pasaron meses antes de que se convenciera de ello. Y, durante esos meses, el tierno corazón del novicio fue muchas veces traspasado. Quince años, aun tratándose de quince años excepcionalmente maduros, sufren con intensidad cuando, quien los hiere, es alguien que se considera casi infalible en cosas que su conciencia nunca le ha reprochado. Roberto era acusado de altanería, independencia, determinación y orgullo, cuando, en realidad, era sólo arrogante de aspecto y franco en sus palabras. Ese concepto equivocado del Preceptor produjo el más sazonado fruto posible de lograr, ya que el muchacho se propuso firmemente obedecer las órdenes sin titubear. No habían pasado aún seis meses y Roberto podía resumir la vida religiosa en una sola palabra; pero ya no era su preferida: Militaturus, sino la otra, más breve, más aguda y más incisiva: Obedeced.
Naturalmente, el muchacho era demasiado joven para comprender lo que estaba pasando en su alma; sin embargo, la verdad era que el Divino Forjador de Almas lo tenía sujeto entre las fuerte tenazas de su Omnisapiente Providencia. Lo colocó en el fuego de la adversidad para templarlo, en el yunque de la incomprensión, para moldearlo, y lo golpeaba, ahora, con el pesado martillo de las falsas acusaciones para forjarlo, de tal manera, que nunca se doblase ni se rompiese.
¡Pero había otro proceso de temple, también! Dios no sólo había sumergido esa alma en el fuego de su fragua, sino que la enfriaba con la grata y estimulante brisa de la amistad; pues el Abad había visto más hondo que el Preceptor y, Maurus, se había sentido atraído hacia él desde el principio. Dios prueba las almas con el fuego; mas nunca las destruye entre las llamas.
Fue así que Roberto aprendió muchas cosas a medida que pasaron los meses del noviciado; y no fue el sufrimiento su único ni mejor maestro. Maurus, con su incontenible jovialidad y el Abad, con su paternal aliento y consejo, hicieron mucho más por el muchacho que lo que consiguió el Preceptor con sus graves reproches y, algunos de los novicios, con sus críticas.
Roberto cometió los errores que cometen comúnmente los novicios activos y sinceros. Era exagerado en muchas cosas. Pero el Abad, con sus bondadosas advertencias, logró frenar esa impetuosidad juvenil, con más eficacia que el Preceptor, con sus concisas órdenes. —Has tardado casi diez y seis años para conseguir tu peso y tu estatura actuales, hijo mío. ¿Por qué no dar a lo sobrenatural una oportunidad ? Ello se basa en la naturaleza y sigue muchas de sus leyes. No seas tan impaciente acerca de tu aparente falta de aprovechamiento —le dijo un día el Abad—, así es la naturaleza.
Cuando Maurus dijo, con una carcajada: “algunas personas creen que son humildes sólo porque piensan en diminutivo”, animó notablemente a un muchacho que sólo tenía pensamientos grandes, grandes deseos y grandes sueños. Más aún, lo ayudó a obtener verdadera humildad más rápidamente que el cáustico: eres demasiado ambicioso. Y, cuando Maurus dijo: —Tú sabes, Roberto, que los verdaderos talentos despiertan emulación en las almas grandes y envidia en las pequeñas—, el joven entendió mejor algunas de las miradas de sus condiscípulos.
Y así continuaron los días del noviciado, algunos grises, otros azules y, otros, negros; pero, en su gran mayoría, dorados por un alegre sol. Todo contribuía a la progresiva evolución del muchacho.
No obstante, siendo el aprovechado Roberto hijo de Teodorico, Maurus no se equivocaba al decirle que era exasperadamente terco. Los dos novicios discutían siempre y muy a menudo, esas discusiones producían más calor que luz. No había tema más propicio para esos debates que sus respectivos conceptos sobre la Regla. Bajo la cuidadosa guía del Abad, Roberto había llegado a considerar la Regla en una forma que Maurus juzgaba fanática.
Era de esperar este resultado, ya que el Abad acostumbraba a explicar una parte del texto, todas las mañanas en el capítulo. Esta diaria insistencia ahondaba más aún la idea primitiva que dio al joven el día de su entrada en el monasterio. La Regla fue todo para Roberto. Pero esta dedicación produjo dificultades que el Abad nunca previo y que mortificaron al muchacho. Entre la letra de la Regla y su cumplimiento cotidiano, existían discrepancias y, esto, lo perturbó. Con el correr de las semanas, su preocupación aumentó.
Las primeras nieves de 1034 llegaron a fines de noviembre y encontraron a Roberto contemplando a través de los espesos copos, la torre gris de la nueva iglesia, que se estaba construyendo en Saint Pierre. La nieve y la torre despertaron distintos recuerdos en su alma. Una, las palabras de Teodorico, pronunciadas justamente un año antes, a la caída de las primeras nieves; la otra, lo que el Abad Bernardo le dijera la semana anterior. Pero las palabras de su padre natural y las de su padre espiritual, no armonizaban. Este desacuerdo era algo nuevo, y Roberto se sentía inquieto, Y a pesar de repetirse que el Abad, y no su padre, era su director espiritual, los consejos de este último le parecían mejores, más profundos y más verdaderos.
Roberto se apercibió repentinamente de que este conflicto, cuyo recuerdo despertara la torre y la nieve, no era nuevo. Había tenido que hacerle frente bajo diferentes aspectos y luchar contra él muchas veces durante esos últimos tres meses. Cada vez creía haberlo vencido, pero siempre volvía con mayor fuerza. La nieve que caía parecía acercarle a su padre, mientras que la aguja gris de la torre, se le aparecía como un símbolo de la fuerza de su Abad. Por primera vez, ese joven que había llegado a ser mirado como la encarnación de la energía, permaneció ocioso y abatido. De pronto, oyó que lo llamaban y, al darse vuelta, encontró al Preceptor que le hizo señal.
—Ven —dijo el Padre Guillermo y Roberto obedeció. Al seguir los pasos de su superior, el joven novicio se preguntó qué podría significar ese llamado. ¿ Sería, tal vez, una secuela de su última controversia con Frater Maurus? Bien, de ser así, tendrían que oírle. El Padre Guillermo había cambiado últimamente. Parecía mucho más bondadoso y se comportaba de un modo notablemente suave. Roberto se propuso ser más franco. El Preceptor era considerado un erudito y el joven lo sabía piadoso. El sería capaz de resolver ese tentador e inasequible problema.
Cuando ambos estuvieron frente a frente, en la pequeña y desmantelada habitación, el Preceptor de Novicios le dijo: —Bien, hijo mío. Pronto llegará el momento de hacer los votos. ¿Crees que estás preparado?
—No estoy nada preparado —fue la rápida y firme respuesta.
Sólo la habitual calma del Preceptor le impidió dar un salto de sorpresa. Su pregunta había sido una simple formalidad, una introducción a la conversación. Pues Roberto era llamado —y con razón— “el novicio modelo”. Muchos de entre los monjes viejos habían dicho al Abad que la presencia del joven les hacía bien, y el Padre Guillermo admitía ahora que se debía al reconocimiento de los méritos de Roberto y no a un afecto paternal. La energía que el muchacho ponía en todo, desde el canto de los salmos hasta el lavado de los pisos, realmente levantaba el ánimo. Roberto era algo impresionante. Su prestancia y su físico lo hacían destacarse, pero lo que a todos estimulaba — hasta al Preceptor—, era la forma en que el joven se sumergía en la vida. Para él no había vacilaciones ni medias tintas. Se daba por entero. ¡Y ahora salía con que no estaba preparado para hacer los votos! Gravemente el Preceptor de Novicios lo interrogó: —¿Qué te ocurre, criatura?
—Creo que usted lo llamaría “conflicto de ideales” — respondió Roberto precipitadamente al par que sus mejillas comenzaban a arder—. Escúcheme, Padre Preceptor. La semana de mi llegada, el Abad nos habló en una forma que me traspasó como si hubiera sido fuego, hasta los huesos. Tal vez, usted recuerde ese sermón. Era aquel que, a la terminación de casi todas las frases preguntaba: — ¿Qué hubiera dicho San Benito a esto? —El Preceptor asintió con la cabeza—. Bien, esto me ha servido de guía durante casi todos los días que he pasado en esta casa. En el trabajo, en el coro, al asistir a misa, en el dormitorio, en todas partes yo me preguntaba: —¿Qué hubiera dicho Benito a esto? Y eso me ayudó mucho—. El preceptor observaba atentamente al novicio—. Me hizo estudiar la Regla con más ahínco que el que hubiera puesto de ordinario.
Roberto se detuvo. Sus ojos no se habían desviado de los del Preceptor durante su perorata. Los bajó y los mantuvo clavados en sus manos que tenía entrelazadas sobre las rodillas. Tragó saliva y se agitó en la silla, visiblemente nervioso.
El Preceptor aguardó un momento más, y luego dijo: —Hasta aquí vamos bien, Roberto. En realidad, debiera decir hasta aquí, excelente. ¿Qué sigue ahora? —Y sonrió bondadosamente.
Roberto se apercibió de esa sonrisa. Era el apoyo que necesitaba. Contestó con un gesto algo tímido. —Padre, aún no he cumplido diez y siete años. No he terminado el noviciado. Sé que es absurdo lo que voy a decir, pero debo hacerle saber que, muy a menudo, al preguntarme “¿Qué hubiera dicho Benito a esto?” respondí: “¡Que no está bien!”
La sonrisa del preceptor continuó bondadosa como antes, mas sus ojos adquirieron una expresión más seria. Roberto podía decir que sólo tenía diez y seis años; sin embargo, el Padre Preceptor sabía que su perspicacia era mayor que la de muchos hombres de sesenta. Más aún, el Preceptor había dedicado años al estudio del Benedictismo. Sabía que allí había un buen terreno para la discusión. Se preguntó hasta qué punto Roberto se había dado cuenta. Se reclinó hacia atrás, contra el respaldo, y le dijo: —Me alegro de que hayas hablado, hijo. No es absurdo que lo hayas hecho. El no haber terminado tu noviciado es precisamente un motivo para hablar. ¿Dónde está ese conflicto que has mencionado?
—Mi padre me dijo que diera todo o nada—. El rostro de Roberto se enrojeció y sus ojos despedían fuego. —Él dijo: —”¡Saca tu espada por Dios y conserva esa espada desenvainada!” Él dijo: —”¡Sé un verdadero monje, un santo!”. Para mí, eso quiere decir: Sé como San Benito. Por lo menos, es lo que yo pensé que él quería decir después de oír ese sermón del Abad. ¡No obstante, Padre Preceptor —y al llegar aquí se corrió hasta el borde de la silla— no somos como San Benito!. Justamente el otro día, yo trabajaba en la nueva iglesia y el Padre Abad me explicó los cambios en la arquitectura. Me dijo que el nuevo estilo, el Románico, ostenta más líneas verticales que horizontales, llevándonos hacia las alturas en vez de mantenernos en la tierra. Me señaló las diferencias entre ese estilo y el antiguo y me demostró sus ventajas. Fue muy interesante. Cuando terminó, yo lo miré y le pregunté: “¿Qué hubiera dicho Benito a esto?” Lo dije en son de chanza, pero no lo tomó así. Me miró y dijo: “¿Crees que hubiéramos debido permanecer para siempre en la caverna de Subiaco? Nada es demasiado bueno para Dios—. Roberto agregó: —Parecía muy serio, y hasta un poco perturbado, pero, Padre Preceptor ¿qué hubiera dicho Benito?
—¿Piensas que lo hubiera encontrado demasiado magnífico ?
Roberto retorció sus manos entrelazadas, respiró profundamente y contestó: —Tal vez, no la iglesia en sí, pero nuestro monasterio y nuestra manera de vivir le hubieran parecido extraños. Padre, ¿cree usted realmente que San Benito se hubiera sentido cómodo aquí en Saint Pierre de la Celle?
—¿Por qué no, hijo mío? —El Padre Guillermo procedía con cautela. Conocía una docena de cosas que habrían molestado a San Benito, mas no estaba dispuesto a enterar de ellas a un novicio.
—No trabajamos mucho en los campos, Padre. Nuestros siervos labran nuestra tierra. Eso no le hubiera gustado a San Benito, ¿no le parece?
—Debemos estar libres para el coro, hijo. No podemos estar en dos partes a la vez. ¿Tú sabes? Dios no nos ha dado aún el don de la ubicuidad. Lo ha dado a alguno de sus santos, es muy cierto, pero no creo que todos nosotros seamos santos, ¿no te parece? —Y el Padre Guillermo se sonrió satisfecho.
—Sin embargo, la labor manual parece tan importante en la vida de un Benedictino —arguyó Roberto gravemente.
—¿No has tenido bastante labor manual? He visto muchas de tus copias, algunas buenas, otras, no tanto.
—¡Oh Padre! ¿llama trabajo manual a copiar manuscritos? —La cara del joven Roberto reflejaba indignación—. San Benito no quiso decir eso ¿no es cierto? Creo que quiso significar verdadero y rudo trabajo en los campos; labores como las que desempeñan nuestros siervos.
—Yo también lo creo así, hijo; porque ésta era casi la única labor que San Benito debía desempeñar. Recuerda que ese Santo llevaba una vida extremadamente simple y que los monjes que le seguían eran hombres muy sencillos. No eran sacerdotes, ni siquiera clérigos. No estaban destinados al sacerdocio, como tú sabes. El mismo San Benito nunca fue sacerdote. Oían misa los domingos y algunas de las principales fiestas, y eso era todo. La mayor parte de su vida la pasaban en el oratorio y en el campo. Era una sencilla vida para hombres sencillos. Pero, como habrás observado, nuestra comunidad no tiene la misma sencillez. Tú perteneces a la nobleza, como casi todos los otros. Estás destinado al sacerdocio, también como casi todos los otros. Esto ya se ha hecho un hábito en todo el Continente. Eso establece una diferencia. Las manos ungidas son manos ungidas.
Roberto pestañeó rápidamente y movió la cabeza en señal de asentimiento. Estaba sumido en la cavilación. El sacerdocio establece una gran diferencia. Eso, lo veía muy claro.
—Tienes el privilegio de ayudar una misa privada todos los días —continuó el Padre Guillermo—, y de asistir a la misa de la Comunidad. Los domingos tienes la bendición de tres misas. Esto es muy distinto a la época de San Benito, pero no me dirás que está mal, ¿no es verdad?
—¡Oh no! —contestó Roberto con premura—. Amo la misa ¿y con respecto a la labor manual, Padre? San Benito habla sobre los sacerdotes en su Regla. Dice que pueden ser admitidos en la Comunidad. Pero la única diferencia que establece para ellos, es que pueden ocupar los lugares más importantes en el coro. No los exime del trabajo manual—. El muchacho hizo una pausa. Su propia vehemencia lo cohibía. Recordaba las frases de sus padres acerca de los fuegos tapados con ceniza… Y, a pesar de ello, no pudo refrenarse y exclamó: —Padre Preceptor, estoy perturbado. Quiero ser el mejor monje posible; es decir, que quiero parecerme a San Benito. Mas observo tantas desviaciones de su Regla, que no comprendo cómo lograré ser al mismo tiempo como él y como el resto de la Comunidad. ¿Ve, usted, cuál es mi problema?
El Padre Guillermo, colocando los codos sobre el escritorio, se inclinó hacia adelante y dijo: —Ya lo creo que veo tu problema, muchacho. Permíteme que te haga una sola pregunta, que, pienso, lo solucionará. Si San Pedro volviera a Roma, ahora, en este 20 de noviembre de 1034, ¿crees que. se sentiría cómodo en la Ciudad Eterna ? —Roberto frunció el ceño—. ¿ Crees —continuó el Preceptor— que reconocería la Iglesia Católica como la misma Iglesia que él gobernara en el año 34?
—Yo… no… sé— contestó Roberto lentamente.
El Preceptor, con una leve sonrisa, prosiguió : — Yo creo que el bueno de San Pedro se sentiría perdido entre el fausto y la pompa de las ceremonias de la coronación de un emperador, digamos, o hasta en la Solemne Misa de Pontifical en su propia Iglesia. Creo que no estaría cómodo rodeado de Cardenales, Arzobispos y Obispos; duques, condes, reyes y emperadores. Estoy seguro de que se alegraría mucho de volver al Cielo. Pero el asunto es, Roberto, que se trata de la misma Iglesia Católica. Lo externo ha cambiado enormemente, pero es el mismo Dios, la misma Fe, el mismo Bautismo. ¿Entiendes lo que quiero decir?
—Sí —respondió el novicio, ansioso—. ¿Quiere decir que somos esencialmente iguales a los monjes de la época de San Benito?
—Exactamente. Somos cenobitas. Vivimos en comunidad, bajo un Abad y de acuerdo con la Regla. Las diferencias exteriores no llegan al corazón. Benito encontraría aquí su espíritu igual que en Monte Cassino. Considero que puedes mantener tu espada desenvainada, hijo mío, y no preocuparte más por los trabajos manuales. ¿Qué te parece?
La expresión de alivio en el rostro de Roberto era respuesta suficiente.
—¿Qué me parece? —exclamó—, creo, que le debo un gigantesco gracias y creo, también, que debo aprender a meditar. —Luego, con una ligera sonrisa, continuó—: San Pedro se pondría furioso al ver a un niño de 13 años en su trono, no lo dudo: y que le disgustarían muchos de los Obispos y Arzobispos de hoy en día, tampoco lo dudo. Pero, como usted lo ha dicho, encontraría la misma Católica Iglesia. Esas cosas no tocan el corazón. Ahora comprendo mi error.
—Pienso que si recuerdas que progreso no significa desviación, encontrarías paz. Mira. ¿Ves ese árbol? —Roberto dirigió la mirada a través de la ventana, a las desnudas ramas de un roble gigantesco—. Ha cambiado desde que tú llegaste —añadió el Preceptor—. Es más alto este año que el pasado. Está muy distinto de lo que era cuando llegué a esta casa, hace unos treinta años. Pero es el mismo roble que creció de la misma bellota. El progreso no significa desviación. Hemos crecido desde la época en que San Benito estaba en Subiaco.
Dejó su asiento y contempló la tormenta de nieve. —El crecimiento —dijo con el rostro vuelto hacia los blancos copos—, es signo de vida, Frater Roberto. Pero el crecimiento significa cambio. Si queremos que la Regla de Benito perdure, tenemos que aceptar cambios.
Roberto permaneció en silencio. Al fin, exclamó: —Frater Maurus dijo algo por el estilo, días pasados. Me preguntó si mi madre reconocería, en mi gran cabeza, mi gran boca y mis enormes manos y pies, al mismo que amamantó en su pecho. Discutíamos justamente este asunto.
—Así he oído —dijo el Preceptor, sonriendo—. La verdad es que, por eso, quería hablar contigo. ¿Qué piensas ahora sobre ese problema?
—¡Oh ! Frater Maurus es mayor que yo y me aventaja en inteligencia. Tiene razón y no le guardo rencor. Fue un buen debate el nuestro. Pero tiene, en verdad, una lengua mordaz.
—Ya lo sé —contestó el Padre Guillermo—, Él mismo no se da cuenta hasta qué punto es incisivo. Tiene un agudo ingenio que parece afilar sus palabras. ¿No sientes hostilidad hacia él?
—Nada de eso —rió Roberto—. Podemos discutir sin pelearnos, Padre. Me gusta discutir. Y, a Frater Maurus, también. ¿Quién habla de rencor?
—Es lo que me pregunto —exclamó el Padre Guillermo, ahogando la risa, y prosiguió—: Tienes razón, hijo mío; la discusión es madre del descubrimiento, pero las lenguas afiladas a menudo causan heridas en los corazones sensibles. Y, ahora, deja que te prevenga. Estás lleno de fuego, hijo, parecías querer inflamar a Frater Maurus, según me han contado. Y, oyéndote hoy, veo que el término “inflamar” es adecuado. —El Preceptor sonrió y Roberto se ruborizó—. Trata de secmir el camino de Cristo, hijo. Sé manso. De ahora en adelante, cuando les dé permiso a ti y a Frater Maurus para conversar, recuerden que es para hablar y no para discutir. Puedes, ahora, ir a Vísperas. Ruega para que conserves siempre el espíritu de San Benito.
Roberto se alejó, con sus dudas resueltas, por lo menos, momentáneamente; sin embargo, el Preceptor permaneció largo tiempo contemplando la nieve que seguía cayendo. Por último, exclamó en voz alta: —¿Fue esa comparación mía realmente plausible? ¿Ha dado, acaso, el muchacho con el verdadero fondo del problema? ¿Somos los Monjes Benedictinos de Saint Pierre, verdaderos discípulos de San Benito? Yo me lo pregunto—. No era ese asunto una novedad para el Padre Guillermo. Después de años de seguir, a través de los manuscritos, las huellas de los Benedictinos, desde Subiaco a Monte Cassino por medio de Agustín, en Inglaterra; por todos los monasterios de los reinos de la Galia; viajando, con Bonifacio, entre los Germanos; observando cómo la Regla se había apoderado de España, de Escandinavia y de los países Eslavos; viéndola suplantar otras Reglas de un modo tan absoluto que Carlos el Grande pudo preguntar si hubo, alguna vez, otra legislación monástica, el Padre Guillermo había visto progresos y desviaciones.
Sabía mucho acerca de Benito de Aniane y su reforma en los albores del siglo IX; sabía más aún, acerca de Cluny y de la reforma de principios del siglo X. En verdad, él mismo vivía ahora bajo la observancia de Cluny. Pero se había interrogado muchas veces si lo que llamaban evolución, lo era realmente. Pensaba si el joven Roberto no habría sondeado con exactitud la profundidad del problema con el asunto de la labor manual. La campana llamando a Vísperas puso fin a sus meditaciones, mas no le proporcionó una respuesta. ¿Tendría razón Roberto?
[1] Scriptorium, lugar donde se reunían los novicios para copiar manuscritos.